El Leopoldina Rosa, o cuando los vascos éramos los que viajábamos en patera.

 


Muy a menudo me toca oír a analfabetos funcionales poner a parir a la gente que huye del hambre y de los conflictos de sus países de origen, olvidando que todo Europa ha sido tierra de emigrantes, y no hace tanto tiempo de ello. ¿De qué huyen los africanos que se meten en una patera en pleno siglo XXI? De guerras y hambre, principalmente. ¿De qué huíamos los vascos del siglo XIX? Pues de guerras y hambre, principalmente. 



Detallemos. 1842. En el país vasco continental, eso que hoy día llamamos “Iparralde” o “país vasco-francés” se está en plena “monarquía de julio”. Ha quedado atrás (de momento) la revolución francesa, y todo lo que trajo consigo, incluidas varias guerras, el mandato de Napoleón Bonaparte... El Rey es Luis Felipe de Orleans, que con el tiempo sería el último Rey de Francia (aunque luego reinaría Napoleón III con el título de emperador). Pero más allá del boato de las monarquías y de los grandes nombres, ¿cómo vivía el pueblo? Pues lo veremos en un detalle esclarecedor. En 1841 se había prohibido el trabajo a los menores de 8 años y el trabajo nocturno a los menores de 13 años, pero esa ley no se había llegado a aplicar. Unos 3 millones de franceses se registraron en oficinas de caridad, por no tener ingresos suficientes para vivir. Se calculaba que había unos 250,000 mendigos en Francia. Unos años antes una epidemia de cólera había acabado con, aproximadamente, 100,000 franceses. 



Y al sur de los Pirineos, no se estaba mejor. Tan sólo un año antes había terminado la primera guerra carlista. La Reina, Isabel II, tenía 12 años y quien gobernaba como regente era el General Baldomero Espartero. Los conflictos políticos implicaban conflictos sociales y económicos. Se calcula que aproximadamente el 90% de la población vivía por debajo de lo que hoy llamaríamos “el umbral de la pobreza”. De hecho, en 1849 se publicó la Ley de Beneficencia Pública. No solucionó el problema de la pobreza, pero su promulgación es prueba de su necesidad.



En ese año 1842, en Baiona (Lapurdi) se preparaba un velero de tres mástiles, el “Leopoldina Rosa”. Su carga era, mayoritariamente, carga humana. Se hizo a la mar el el 31 de enero. Su destino, Montevideo, en Uruguay. Cuando hablamos de un velero de tres mástiles, muchos pensarán en un gran barco parecido al Juan Sebastián Elcano o algo así. Pues no. Se trataba de un barco de apenas 32 m de eslora y 9 de manga. Las condiciones del viaje no eran las ideales. A pesar de todas las promesas de los “ganchos” que organizaban el viaje (“los pasajeros tendrán carne vacuna fresca por lo menos dos veces por semana”, decía la publicidad de la época), la realidad era que la sobrecarga de pasajeros hacía las cosas muy difíciles. Aquellos buques no tenían aseos propiamente dichos, había gente durmiendo por cubierta, el agua “potable” era pútrida, la alimentación claramente insuficiente teniendo en cuenta que la ruta era de varios meses, y además no había medios para facilitar la supervivencia en caso de cualquier problema en la mar.



Salieron, rumbo a Montevideo. Pero antes, una parada, para recoger más carga, en Pasaia (Gipuzkoa). La razón de esa escala era que, al parecer, las autoridades francesas eran puntillosas respecto a la máxima cantidad de pasajeros que podría llevar el buque, no así las españolas. Al igual que sucede en la actualidad, la pobreza de unos era la oportunidad de otros, que cobraban cantidades desorbitadas por llevarles a destino. Por algo se le llamaba en aquella época “La Trata de Blancos” a este negocio. E igual que sucede en la actualidad, aquellos que no pagaban la deuda contraída se encontraban en problemas. De hecho, muchos viajaban sabiendo que no podían pagar, y una vez en “Las Américas”, se ofrecían como siervos al primero que pagara el pasaje por él. Y si nadie lo hacía, quedaban a merced del gobierno de Uruguay, que los engrilletaba y hacía trabajar en régimen de semi-esclavitud de manera temporal, como podemos ver en este enlace. Uruguay era independiente desde hacía poco más de una década, y España aún no reconocía su independencia, pero llegaba a acuerdos con el gobierno de aquel país para el envío de aquellos emigrantes.



Lugar aproximado del naufragio, en mapa de elaboración propia a partir de imagen de Google MapsAsí las cosas, el barco salió de Pasaia, cruzó todo el Atlántico de norte a sur y de este a oeste, hasta llegar a la costa de Sudamérica. Pero suelen decir que a perro flaco todo son pulgas, y en esta ocasión las pulgas tenían la forma de un fuerte temporal del sudeste. Hay que tener en cuenta que no estamos hablando de la navegación actual, en la que unas cartas más que revisadas y una localización satelital con una precisión tremenda facilitan mucho las cosas. En aquella época se dependía de un reloj, un sextante y una brújula, y en caso de estar el cielo nublado, de la suerte y la intuición. Se buscaba la costa para luego seguirla, hasta destino. Y ese fuerte viento sudeste desvió al barco a una zona de bajos, cerca de Cabo Polonio. 


Mapa como el anterior, a mayor escala.

Allí, cerca de la llamada “Isla Seca”, quedó varado el buque, recibiendo hostias de la mar hasta en la foto del DNI (permitidme el anacronismo, no se me ocurre una descripción más gráfica). El capitán, un francés de Dunquerque llamado Hippolyte Charles Marie Frappaz, intentó salvar a tripulación y pasaje. Para ello, ordenó echar al agua un bote con dos viradores para tender un cabo desde el barco a tierra y poder así sacar a la gente usando dicho cabo como guía (formando un andarivel, algo parecido a una tirolina). Sin embargo, las olas eran excesivas y el bote volcó, si bien los marineros pudieron ser rescatados. Entonces el capitán ordenó a un marinero ir a nado a tierra, con un cabo fino amarrado al cuerpo para luego poder usarlo para tender el cabo grueso. Sin embargo, el marinero se negó. La orden fue transmitida a otro marinero, y luego a otro más, pero ninguno la cumplió. Supongo que dirían algo así como “culo por culo salvo el mío, Hipólito, y que salte al agua tu puto padre”, o como se diga algo parecido en francés. El hecho es que los marineros, con la excepción de tres, decidieron salvarse ellos mismos y ganar la costa a nado, dejando a bordo al capitán, al médico, al contramaestre y algunos pocos más, con un montón de mujeres y niños que formaban la mayor parte del pasaje.





Así las cosas, algunos de los emigrantes saltaron al agua para intentar salvarse nadando. La costa estaba a unos 300 metros, no era una distancia insalvable, y algunos lo lograron, pero la debilidad tras varios meses subalimentados y la furia de las olas acabaron con la mayoría de ellos. El resto de los pasajeros y los marinos que aún intentaban salvar sus vidas a bordo se juntaron en el centro del buque. Y se hizo de día, y todos esperaban que mejorase el tiempo, pero lo que sucedió fue que la mar partió el buque por la mitad. De golpe, se vieron en el agua. Y ya no tuvieron opción alguna de salvarse. 231 personas perdieron su vida. 72 sobrevivieron, para enfrentarse a la violencia y el pillaje de la gente que, en tierra, les esperaba para robarles lo poco que aún conservaban. También entonces había quien se apiadaba de la gente que llegaba en patera, perdón, quería decir en goleta, y entonces fueron un par de habitantes de la zona que protegieron a los náufragos poniendo fin a la violencia de los ladrones.



En la actualidad, se calcula que el 9% de los uruguayos es descendiente de vascos. Entre ellos, nada menos que 11 de los presidentes del país. No está mal para haber llegado huyendo del hambre.



Me ha costado bastante encontrar información respecto a este naufragio, lo cierto es que hay algunos (pocos) artículos en internet pero la mayor parte de la información la he obtenido de una exposición de hace algunos años en el museo Zumalakarregi de Ormaiztegi.



En la página web de dicho museo tienen un resumen de dicha exposición. Muy recomendable. 





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